Era un lunes de tantos por la mañana, y yo estaba en la estación de Chamartín. Tú te acercaste a mí con esos preciosos ojos grises y aquella sonrisa irresistible: ¿tienes un minuto?
¿ Un minuto? Tenía treinta hasta que saliera mi tren, y por supuesto que estaba dispuesto a gastar uno contigo. Te dije que sí; sabía que tenías una carpeta en tus manos, igual que tus compañeros, y que me ibas a pedir algo a cambio de ese precioso minuto. Me pareció justo.
Comenzaste a hablarme: ¿Sabes lo que es Acnur? ¿Acnur? Dios mío, hace un par de meses otra adorable muchacha me lo había estado explicando en la calle Preciados, pero yo ya ni me acordaba: ¿Son los que se dedican a desactivar minas? Entonces abriste la carpeta y me enseñaste una foto de un enorme campo de refugiados.¿Sabías que podían ser tan grandes? La foto me impresionó, era gigantesco.
En el mundo hay 44 millones de refugiados como éstos, dijiste. Yo asentí con la cabeza con aire de interés, pero mi mirada estaba ya bajando sin remisión hacia tus preciosas piernas, que lucían unas mallas de lo más original. Mientras me hablabas de las penosas condiciones de aquella inmensa cantidad de gente yo intentaba averiguar los rasgos de tu personalidad a través de la forma del nudo de los cordones de tus botas.
Te voy a ser sincero, empecé a pensar que me importaban un pimiento aquellos 44 millones de personas, su vida no iba conmigo, y al fin y al cabo yo no tenía la culpa de que la gente se pusiera a parir como conejos en medio de países en guerra. En vez de 44 podrías haber dicho 185, o 1800 millones, me habría dado igual. Hace tiempo no habría sido así, pensé, quizá me estaba convirtiendo en un ser desalmado, pero en fin, mi nómina va cada vez más justita, y como te dije entonces, ya soy socio de Médicos Sin Fronteras, y no puedo apuntarme a todas las ONG del Mundo.
Miré tus delicadas y bien dibujadas manos, tus mofletes de buena chica, y te admiré por gastar una mañana de tu tiempo en tratar de arreglar este desaguisado al que llamamos Mundo. Entonces sacaste un sobrecito con una especie de mixtura dentro, y me explicaste que sólo costaba 30 céntimos y que con eso comía una persona durante un día en uno de esos campos. Reconozco que eso sí me tocó la fibra sensible, y por un momento mi yo anterior asomó a la superficie: en mi mano estaba que alguien pudiera comer aquel día. Estuve a punto de sucumbir: tu encanto, lo noble de tu causa, salvar a la humanidad, sentirme mejor persona...
Me miraste con aquellos enormes ojos, anhelantes, expectantes...son preciosos, pensé. Me despedí de tí, y te dije que lo meditaría. Mi yo malo había ganado.
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Quizás querido lector tú sí seas mejor persona que yo y te hagas socio de Acnur. Quizás ¿?