Recuerdo el olor de la hierba, salvaje, indómito, ese tipo de aroma predador y primario que tienen las cosas no domesticadas.

Recuerdo la luz rozando las cosas como una ola de mar lame las orillas, caliente, viva. Ardiente pero confortante.

Recuerdo el viento, sollozando quietamente, discreto, apenas tanteando tu vestido cremoso y ondulante. Tu mirada, tus pestañas incitantes bordeando dos esmeraldas con reflejos dorados.

Recuerdo el horizonte, tan cercano como tu mano, lagrimeando rojos, amarillos, ocres...como un pintor loco.

Recuerdo lo importante. Recuerdo perderme en tu mirada buscando simplemente que el tiempo se parase. Recuerdo la cesta, la manta, el viejo coche alemán, los chistes sobre la tortilla que hice en aquella sombría cocina del cuchitril en el que vivíamos. Recuerdo las sombras incipentes, como mirábamos a cualquier sitio menos a esa oscura amenaza no formulada.

Recuerdo que al día siguiente, por la mañana, me miraste con extrañeza. Después olvidaste la hierba, los colores. Después lo olvidaste todo, hasta que solo quedaron dos esmeraldas vacías.

Hoy, vuelvo a ese momento, a ese lugar,... pero el cielo es gris. La hierba está amarillenta. El viento carraspea, tartamudo y molesto por la intrusión que significo. Y me concentro en conseguir olvidarme. Olvidar que existí, olvidar que vivimos, olvidar tus esmeraldas, en las que siempre me vi reflejado, tal y como era. Nadie más que tú supo mostrarme mis imperfecciones y amarme tanto por ellas.

El viento me arrulla. Las rocas me abrazan. El mar me acoge. Y finalmente, el olvido.